Capítulo II - mi primer beso

Voy a dejar aquí algunas imágenes que visualizan lo que ocurre en este capítulo. El texto lo encontraréis en mi libro en Amazon. (Las imágenes no forman parte del libro en Amazon).

“Te aprecio mejor cuando te observo a tres metros de distancia. Entonces no eres mi mujer, eres una mujer. ¡Y vaya mujer!” – Daniel
“Si amas a alguien, déjalo ir, porque si regresa, siempre fue tuyo. Y si no regresa, nunca lo fue.”-  Kahlil Gibran
“Nunca te lo había dicho, pero me alegra que te casases con Daniel. Ese otro novio tuyo, creo que estaba un poco loco; no te hubiera traído más que problemas. Menos mal que supiste elegir. Daniel es tan tranquilo, tan… racional.” – mi madre, tras regresar de nuestra luna de miel



Bajé por la escalera. Abajo Daniel me estaba esperando impacientemente.

- ¡Estás impresionantes, cariño! Me faltan las palabras... nunca te había visto tan guapa.

- ¿Tú crees?

Me giré lentamente para que pudiera admirarme bien. Tras muchos años de casados, la rutina hace que ciertas cosas se dan por hecho y no era habitual recibir un cumplido así.

- Casi me entran celos pensando en que no te has arreglado así por mí. – me dijo guiñándome un ojo.

- No seas tonto, sabes que solamente lo hago por ti.

- Sí, lo sé. Y to lo agradezco; sé que no es un paso fácil para ti. Te quiero.

- ¿No crees que será demasiado provocativo? – le pregunté coquetamente, en un último intento para que se arrepintiera y diera marcha atrás en su propósito.

Me giré otra vez y luego me incliné un poco para que me viera bien el escote. Daniel no dijo nada, simplemente me agarró la mano, tiró de mí y me guio hacia el coche.

En el trayecto no hablamos nada. El silencio era casi abrumador y ya estábamos cerca de la discoteca Gabana. Decidí romper el silencio; teníamos cosas importantes de las que hablar. Carraspeé.

- ¿Daniel?

- ¿Sí?

- Sabes que no va a pasar nada, ¿verdad? Sabes que únicamente me dejaré invitar a unas copas. Eres mi único hombre, no quiero a otro.

Él puso cara de amargura.

- Vale, si encuentro a alguien que me guste, quizá baile con él, pero nada más. ¿Te valdrá con eso?

- Cariño, tú simplemente relájate y disfruta. Vas estar bien, ya verás. ¿O es que tienes miedo que no resultas atractiva a ningún otro hombre?

¡Ya lo había hecho otra vez! Todo iba bien, estaba siendo muy dulce y al final tuvo que comportarse como un capullo. Pero lo peor no fue lo que dijo, no. Lo peor fue una mirada furtiva que lanzó a mi escote justo cuando pronunciaba la palabra "atractiva". ¿O eran imaginaciones mías? Inconscientemente me llevé las manos a mis pechos para colocarlos, lo cual resultaba inútil, pues no llevaba sujetador y no tenía sentido colocar nada. Me estaba empezando a cabrear otra vez. - ¡Tranquila, relájate! - me dije a mí misma.

Pasaron varios minutos sin que volviéramos a hablar. Debíamos estar ya a menos de cien metros de Gabana.

- Es mejor que me dejes enfrente de la discoteca y luego vayas a aparcar. No puedo ir con estos tacones y este vestido por la calle. Además, es mejor que no nos vean entrar juntos, si quieres que los potenciales pretendientes piensen que estoy sola.

Daniel paró enfrente de la discoteca. Nos miramos a los ojos durante unos instantes, abrí la puerta y salí.

- Te amo - me dijo

- Yo también.

Nos miramos unos segundos más a los ojos, sin decir nada.

- Voy entrando, nos vemos dentro.

Cerré la puerta y me dirigí a la discoteca sin dejarle tiempo a replicar. Era mi pequeña venganza por su comentario de antes. Se suponía que íbamos a entrar juntos, aunque luego una vez dentro, nos separaríamos. Pero decidí que no le esperaría. Sabía que eso le fastidiaría, tendría miedo de perderse algo. El parking no estaba cerca y eso me daría una ventaja de unos 15 minutos.

Había cola, pero el portero estaba dando prioridad a las chicas que iban solas. ¿Eso era machismo? Bendito sea si juega a mi favor, pensé. Si Daniel tenía que hacer cola, mi ventaja temporal sería aún más grande. No es que quisiera hacer nada en especial, pero me sentía más cómoda, si él no estaba constantemente observando. Era verdad que no las tenía del todo conmigo, en cuanto a mi capacidad de conseguir que algún chico apuesto me entrase. No quería estar ahí exponiéndome y sin que nadie se acercase, al menos no delante de Daniel. No podía permitirme esa derrota. Y tampoco quería que los únicos que me entrasen fueran unos garrulos: eso haría que a Daniel le subiese demasiado la autoestima - él es mi único hombre, pero tampoco conviene que se crea que no tengo otras posibilidades o piense que soy una pobrecita, al que él le ha hecho un favor cuando me pidió salir por primera vez. Necesitaba tiempo para organizarme, necesitaba una pequeña ventaja.

La discoteca estaba bastante llena y el ambiente era pijo-elegante. No me sorprendía, era lo que me esperaba. La gran mayoría del público tenía menos de 30 años y me sentía un tanto fuera del lugar. Parecía una canguro en una guardería. Dios, podría ser la madre de muchos de ellos. Seguramente que al verme, pensarían que alguna niña se había traído a su madre a la fiesta. Mis inseguridades me asaltaban; tenía que recomponerme. Afortunadamente, en cuanto al vestido, no desentonaba demasiado: muchas de las demás chicas también llevaban minivestidos más o menos provocativos. Había estado preocupada de parecer una puta y me tranquilizaba que al menos en apariencia, no lo sería ni más ni menos que las demás.

El plan original era ponerme cerca de la barra, esperando a que alguien me invitara a una copa. Pero visto el panorama, ya no estaba segura de ello. Decidí autoinvitarme a una copa; así cuando Daniel me viera, no pensaría que llevaba media hora sin que ningún tío me hubiera entrado. Mientras pedía en la barra, miré a mi alrededor, tratando de analizar los tipos de hombres que había en la discoteca. A mi izquierda tenía a dos yogurines niñatos hijos de papa. A mi derecha estaba un grupo de tres chicos que ya iban bastante pedo y eso que la noche acababa de empezar. Seguí barriendo el antro con mi mirada: en una esquina de la barra había un hombre de aproximadamente 45 años, con pelo engominado y peinado hacia atrás. Solamente la faltaba estarse fumando un puro, para completar su imagen de garrulo prepotente. Menos mal que ya no se podía fumar en los espacios públicos cerrados; odiaba el tabaco. Seguí observando, pero lo único que veía por doquier eran niños engreídos. Ahí en al fondo, oculto por las tinieblas del humo artificial de la discoteca, conseguí discernir a un hombre. Me fijé en él: tenía un poquito de barriguita, pero no mucha. El repentino relámpago de las luces estroboscópicas desveló que era calvo. Era una pena, pues no me atraían nada los calvos y lo que era peor, de ser él el elegido, hubiera dado sin duda lugar a las mofas por parte de mi marido.

La cosa pintaba realmente mal para mí y para las esperanzas de Daniel de ver realizadas sus cornudas fantasías. Los hombres de mi edad que había, no me atraían nada. Y los niñatos, ni me veía con ellos, ni creía que les llamara la atención, más que para algún comentario vejatorio. Tampoco creía que se fueran a fijar en mí, pues la discoteca estaba bien nutrida de féminas y presentaba una buena relación de chicas vs. Chicos: había quizá una chica por cada dos chicos lo cual no estaba nada mal para ellos. En mis tiempos, cuando salía, la relación debía de andar en una por cada cuatro. Por lo general, todas ellas iban muy monas y muy arregladas, quizá demasiado. No pocas, a pesar de su edad, debían de tener las tetas siliconadas. No creía que realmente lo hubieran necesitado, pero sería cosa de andar sobradas de dinero y faltas de cerebro. Claro que la que las tenía artificiales, no dudada en hacérselas notar generosamente debajo del vestido.  Para eso las había pagado, me imaginaba. Pensé que cuando llegase Daniel, a la vista de mi poco éxito, iba a estar más entretenido en fijarse en las demás chicas que en mí.

Por fin conseguí que el camarero me sirviera la copa. No solía beber, pero necesitaba algo para animarme. Le di un pequeño sorbo; era un Cointreau-Piña, muy dulce, como a mí me gustaba, pero con quizá con demasiado alcohol para lo que acostumbraba. Le había pedido al camarero que le pusiera poco, pues no quería emborracharme y perder el control, y sabía que me solía afectar rápidamente. Copa en mano decidí ir a la pista, para mezclarme un poco con la gente y bailar. Hacía más de una década que no bailaba en una discoteca - era la hora de recordar viejos tiempos. Al menos la música era sorprendentemente buena: nada de tecno-reggaetón, ¡habían puesto una mezcla del estilo de los 80, combinando espagueti-dance y canciones modernas de Kylie Minogue y similares!

Estaba bailando, moviendo mi cuerpo al ritmo de la música, girando un tanto de forma alocada la cabeza, haciendo volar mi melena. Sí, aún no estaba oxidada, aún sabia divertirme. Entonces, de reojo me pareció ver algo interesante. Era de esas veces que el ojo era mucho más rápido que la cognición. Quizá lo viera solamente durante una décima de segundo, insuficiente para identificar conscientemente lo que era, pero a pesar de ello, el ojo sabía que había captado algo digno de echarle un segundo vistazo. Intenté volver atrás con la vista, buscando algo que no sabía ni qué ni cómo era, ni tampoco dónde estaba con exactitud. Pero mi intento fue en vano; no conseguí localizar lo que me había llamado la atención. Quizá no fuese nada, quizá fuese de esas veces, cuando ves de reojo varias caras y el cerebro en vez de diferenciar cada una de ellas lo que hace es juntarlas, creando un nuevo rostro ficticio.

Le di un nuevo sorbo a mi copa y seguí bailando. Al menos, pretendía disfrutar de la música y de la noche a mi manera. Lo sentía por mi marido, si sus fantasías no se cumplirían este día, pero obviamente, lo que no iba a hacer, era lanzarme yo a los brazos de alguien. Yo era una dama, no una descarada buscona, y les correspondía a los hombres dar el primer paso. De todas las formas, esta generación de chicos parecía un tanto amariconada, o al menos mal acostumbrada. Los tiempos habían cambiado y las chicas parecían mucho más activas y seguras de sí mismas: ya no esperan a que el chico fuese hacia ellas, ahora eran ellas las que toman la iniciativa. Pero yo no era de esa generación.

Seguí bailando, y otra vez me pareció haber visto algo por el rabillo del ojo. Esta vez la imagen era clara: era Daniel. Retrocedí con mí mirada y ahí estaba, en el borde de la pista, observándome. Le sonreí y lo ofrecí un brindis con la copa. Me giré y continué bailando; no era conveniente para nuestros planes que nos vieran juntos. Y tampoco quería ver su cara burlona, sonriendo porque nadie se acercaba a mí para entablar conversación.

Otra vez me parece haber visto una imagen; creía que era la misma que anteriormente. Era como si alguien me estuviera mirando, alguien además de mi marido. Estaba intrigada, así que paré de bailar para escudriñar mejor el lugar donde creía haber visto esa cara, esos ojos penetrantes. ¡Sí, ahí estaba! Al fondo, en la esquina de una de las barras estaba. Era sin duda atractivo, con su barba de tres días y bien arreglado. A primera vista, no tenía nada de especial. Hombres como ese había muchos, si bien debía admitir, que en esos instantes no abundaban en la discoteca. Tenía algo especial, o al menos, eso le debió parecer a mi subconsciente cuando captó su imagen de reojo. ¿Por qué me había llamado la atención? No era un modelo... vamos, que a lo largo de un mes, se veían unos cuantos igual o más guapos que él. Pero había algo en él. Estaba intrigada.

Intenté estudiarlo en más detalle, pero era imposible con tanta gente. Hoy en día los chicos parecían torres; tenía unos cuantos delante que no paraban de moverse y aunque intenté varias veces colocarme mejor, interrumpían continuamente mi línea de visión. No desesperé en mis intentos de asomarme entre sus cabezas, pero no conseguía localizarlo nuevamente. En ese momento, sentí unos labios en mi oreja derecha. Salté como un resorte.

- Tranquila, relájate.

Era mi marido, esbozando con sonrisa burlona. ¿Qué hacía acercándose? Ese no era el plan, se suponía que había venido sola.

-¿No hay suerte?

Sabía que aprovecharía la oportunidad para picarme y mofarse de mí. Si hubiera venido vestida de forma más conservadora, me hubiera importado menos. Pero después de exhibirme con ese vestido - para lo que yo acostumbraba, pues las demás chicas iban parecidas - era una derrota demasiado amarga que nadie me entrara.

- Si al final consigues a alguien, hay una sorpresa en tus braguitas. Le he cosido una etiqueta con tu número de móvil.

Daniel me sonrió pícaramente, me guiñó un ojo y se esfumó antes de que pudiera contestarle.

¿Cómo que le había cosido una etiqueta con mí número de teléfono? ¿Acaso estaba loco? ¿Y para qué? Le había advertido que como mucho, sería un beso, nada más. A mi marido se le iba la pinza cada vez más. Eso, o estaba simplemente bromeando; no podía ser verdad.

Le pegué un buen trago a mi coctel, tratando de animarme de nuevo. Demasiadas cosas pasaban por mi cabeza - el hombre misterioso que había desaparecido por culpa de las cabezas de unos niñatos y mi marido con sus extrañas fantasías que rozaban ya lo inaceptable. Estaba intentando centrarme, cuando al rato una voz masculina me susurra al oído.

- Si alguien es capaz de quitarte las braguitas hoy, se merece que te vuelva a ver. ¿No crees?

Nuevamente mi marido se marchó sin darme oportunidad para replicarle. Y por enésima vez, había conseguido sacarme de mis casillas. Él se alejó a una distancia prudente y se giró. Le miré con cara de interrogación y él me devolvió la mirada haciendo gestos afirmativos. Nos estábamos comunicando con gestos. Puse semblante de incredulidad, advirtiéndole de que aquello no era aceptable, pero él simplemente arqueó las cejas, sonrió y prosiguió afirmando, retrocediendo unos pasos hasta que al final desapareció entre la multitud.

¿Sería posible? ¿Sería capaz? Habíamos acordado - más bien yo había impuesto - que no revelaría mi nombre y que no tenía intención de volver a ver al hipotético hombre con el que eventualmente coquetearía ese día. Y ahora me venía con esas. ¡Tonterías! De todas las formas, no iba a quitarme las braguitas por nadie. Ni tan siquiera para Daniel, más tarde esa noche; estaba volviendo a ser un auténtico capullo y se merecía un castigo. Hmm, braguitas con mi número de teléfono... ¡qué ridículo! No era verdad.

La discoteca se había llenado y la pista de baile estaba a reventar. Era difícil moverse sin rozar el cuerpo de alguien. No pensaba dejar que Daniel se volviese a mofar de mi atractivo; tenía que hacer algo. A falta de una idea mejor, decidí seguir bailando. Bailaba con energía, la energía que daba haber bebido media copa de un trago, combinada con la energía del cabreo por el orgullo herido. Entonces recordé de nuevo aquel hombre en la esquina de la barra - casi lo había olvidado. Me acerqué para verle, pero ya no estaba allí.

En esto que estaba intentando buscarle con la mirada, se me plantó delante de mí un jovenzuelo que empieza a bailar de forma exagerada y bastante ridícula. Era rubito con pecas, más bien feúcho, imberbe y con acné. No pude evitarlo: me reí a carcajada limpia, pero a falta de algo mejor que hacer, le sigo la corriente con el baile. Llevábamos un rato así y acabó envalentonándose: se acercó a mí e intentó poner sus manos sobre mi cintura. Podría haber sido una oportunidad, pero la verdad es que no me apetecía con él en absoluto: era demasiado joven y a pesar de su juventud, era poco agraciado. Acercó sus manos a mis caderas, pero yo se las aparté como un esgrimista que para una estocada demasiado previsible. De repente, sentí otras manos detrás de mí, en mi cintura. Este ataque me había pillado desprevenida. Pensé primero que se trataría de mi marido que vendría a socorrerme, por lo que me dejé hacer. Pero el joven pecoso, al que aún estaba bloqueando sus brazos para librarme de sus pegajosas manos, no cambió de semblante. Si acaso, se empezaba a dibujar en sus labios una socarrona sonrisa. Guiñó un ojo, pero no parecía que me estuviera mirando a mí. O era bizco, o… Tardé varios instantes en darme cuenta de que se trataba de una jugada ensayada entre él y un compinche.

Muy bien, así que estos niñatos querían jugar. ¿Había venido a eso, no? Pues si querían juego, yo se lo daría: Dos yogurines inexpertos no tenían nada que hacer contra una mujer madura y experimentada. Pagarían su inicial desfachatez con una retirada con el rabo entre las piernas. El compinche aún tenía sus manos sobre mi cintura cuando el chico rubito pecoso pasó de nuevo a la acción. Intentó de nuevo poner sus manos sobre mi cintura, pero esta vez le dejé. Iba a seguirles el rollo para acabar dejándolos avergonzados y humillados. Pero sus manos no acabaron en mi cintura, que ya estaba ocupada por las manos del otro, sino que fueron a parar sobre mis caderas. Vaya, ¿quién lo iba a decir? Había pasado de estar sola a tener cuatro pegajosas manos encima de mí. Mientras bailábamos así, aproveché para buscar con la vista a mi marido. A falta de un hombre maduro, con tal de ganarle esta batalla, de momento me valían dos chicos jóvenes. Me giré en su búsqueda y de paso conseguí ver la cara del compinche. Era moreno y algo más agraciado, pero igual de joven que el otro. Mi mirada encontró a mi marido al borde de la pista, mirándonos. Intenté descifrar su expresión, pero no lo conseguí. ¿Estaba enfadado? ¿O le estaba excitando lo que estaba viendo? No tenía forma de saberlo; su cara era de póker. Solamente podía confiar en que estaba haciendo lo correcto, en el sentido de que eso era lo que él quería. Para para ser sincera, ¿por qué negarlo?, quizá fuese a causa del puntillo que ya tenía  estaba empezando a disfrutar un poco de la situación. Con más de media copa de líquido alcohólico en las venas, esto era mejor que buscar al hombre misterioso y soportar los comentarios burlones de mi marido.

Empezó entonces a sonar una canción que me gustaba especialmente: “Can't get you outta my head” de Kylie. Estaba dispuesta a darles un escarmiento a los dos chicos, excitarles hasta que se sintieran humillados. Levanté los brazos por encima de mi cabeza, al tiempo que dejé que los dos guiasen mis caderas al son de la música. Con mis brazos en alto, también subieron mis pechos, lo cual parece que dio excusa al de atrás para animarse y frotarse de forma descarada su pubis contra mi sagrado trasero. No sabía ni su nombre ni había intercambiado aún palabra alguna con ninguno de los dos. Me sentía rara. Era ridículo que estuviera haciendo una especie de sándwich con dos niñatos que casi podrían ser mis hijos. Pero a la vez, me sentía extrañamente libre, joven y excitada. Mis pensamientos volvieron a mi marido. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué pensaría de mí? Esperaba que estuviera disfrutando porque yo - contra todo pronóstico - sí que lo estaba haciendo. No era por ser la mortadela entre dos jóvenes, sino que me estimulaba pensar que a él le estaba excitando esto. Me sentía como una actriz que estaba actuando para él. Me gustaba. Y si no le ponía, si acaso se sentía celoso, mejor, pues le serviría de escarmiento para que desistiera con sus absurdas e inmorales fantasías.

El rubito pecoso se aproximó; parecía que tenía las mismas intenciones que el otro de frotarse contra mí, pero era más tímido y mantenía cierta distancia. A cambio, el morenito empezó a deslizar sus manos hacia abajo, buscando la parte alta de mis muslos. Lo confieso, estaba empezando a excitarme - nunca me lo hubiera imaginado - y entre el alcohol, la música, el calor sofocante de la discoteca y los dos chicos rozando mi cuerpo, noté como mi capacidad de razonamiento empezaba a nublarse. Ya no era una actriz, ahora era solamente yo. Cerré los ojos y me dejé llevar.



Envalentonado por mi nula resistencia, el moreno subió su mano izquierda hasta mi bajo vientre, mientras que con la derecha intentó avanzar hacia el interior de mi muslo. Mi cuerpo me pedía que le dejase hacer, deseaba que siguiera, pero mi mente - aún nublada por la excitación - me decía que no, que aquí delante de todo el mundo ¡NO!. Bajé mis manos para pararles las suyas. Pero no, no las bajé; algo me lo impedía. Era el rubito pecoso, que debía haber anticipado mis intenciones y me sujetó con sus manos mis brazos en alto, para que no los pudiera bajar. La mano derecha del morenito siguió avanzando lentamente, impunemente. Instintivamente giré mi cadera hacia atrás, tratando de evitar que su mano alcanzase mi zona íntima, pero fue inútil. Lo único que conseguí, fue apretar aún más mis glúteos contra su pelvis. Noté algo duro ahí: el chico sin duda estaba empalmado. Sincronizando sus movimientos con los míos, el morenito llevó su mano izquierda contra mi cadera derecha, de forma que su antebrazo quedase sobre mi vientre. Rápidamente apretó con su mano contra mi cadera y con su antebrazo contra mi vientre, de forma que me presionaba aún más contra su pelvis. Por fin conseguí zafarme del rubito e intenté frenar con mi mano el avance del morenito hacia mi sexo, a la vez que con la otra mano traté de aflojar la presión que su brazo ejercía sobre mí.

Sin embargo, llegué tarde y los dedos del morenito ya se habían introducido por debajo del minivestido, consiguiendo tocar mi clítoris. El chico parecía inexperto supo dar a la primera con el punto exacto. Un cosquilleo subió por mi cuerpo y no pude evitar un suspiro en búsqueda de aire. Sentía que me estoy ahogando y abrí los ojos. Los destellos de la luz estroboscópica y el humo artificial hacían que todo pareciese irreal. Intenté apartar sus manos, pero mi fuerza se desvanecía. El rubito aprovechó que sus manos habían quedado desocupadas, para ponerlas en mis costados, mientras observaba atentamente mi reacción. Lentamente, sus manos avanzaron hacia mis pechos, a la vez que el moreno seguía presionando sobre mi clítoris. Ignoré el brazo aprisionador del morenito e intenté parar los avances del rubito hacia mis pechos. Todo iba como a cámara lenta. Podía ver cómo sus dedos se aproximaban por encima de mi vestido a mis pechos. Todo estaba magnificado, todo, menos mis fuerzas. Por fin conseguí interceptar su mano izquierda.  Era fuerte, pero de alguna forma logré apartarla de uno de mis pechos, apenas unos centímetros antes de que alcanzase su meta. No pude evitar, sin embargo, que su mano derecha se deslizase por el lateral de mi vestido. Sabedor de su victoria, el morenito me miraba fijamente sin pestañear, observando mis reacciones, mientras que sus dedos avanzaban como caracoles que trepan por un tallo en busca de la sabrosa hoja. Sus dedos reptaban por dentro de mi vestido y acabaron alcanzando triunfantemente mi pecho izquierdo. Su mano se sentía fría sobre mi ardiente piel. El rubito se había envalentonado y ya no quedaba nada del tímido pecoso.

El moreno mientras, seguía frotándose contra mis nalgas, masturbándose contra mí. Las fuerzas me flaquearon; el rubito empujó con su cuerpo y consiguió de nuevo poner su mano izquierda por fuera del vestido, reanudando la caza de mi otro pecho. No tardó mucho en conseguir su propósito: sus manos apretujaban ahora mi pecho derecho por fuera de la tela y mi pecho izquierdo por debajo de ella. Indefensa, le miré a los ojos. El seguía observándome con un semblante impasible, mientras que los dedos de su mano derecha se abrían para permitir que mi pezón asomase entre sus dedos anular y medio. Sentí cómo pinzaba mi pezón incluso antes de que cerrase los dedos.

A pesar del calor sofocante, un escalofrío recorrió mi cuerpo. No podía pensar claramente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué me estaban haciendo? ¿Por qué no intervenía Daniel? ¿Por qué no gritaba? ¿Por qué no me defendía con más energía? Eran dos chicos fuertes, pero si hubiera querido, podía haberle soltado al rubito una patada en sus partes bajas. Lo sabía, pero no lo hice. Parecía que me hipnotizaba con su mirada inquisitiva. Para mi estupefacción, era ahora mi mano la que guiaba la del morenito en sus movimientos frotantes sobre mi clítoris. Mi otra mano ya no intentaba apartar la del rubito de mi pecho derecho. Al contrario, presionaba para que no la quitase de ahí. Intenté auto engañarme pensando que era para que no hiciera mayores travesuras con ella. El rubito seguía mirándome fijamente, al tiempo que pellizcaba mi pezón entre sus dedos, aumentando paulatinamente la presión, observando mi reacción. Empezaba a dolerme, mi pezón se erguía en protesta, al tiempo que mis caderas se movían rítmicamente para enfatizar su desacuerdo y de paso, con ello, el roce contra mi clítoris.

Unos labios se posaron sobre mi cuello y lo succionaron al tiempo que una lengua me lamía. Debía de ser el morenito, pero no estaba segura: no conseguía apartar mi mirada de los ojos hipnotizadores del rubito. Abrió la boca y se acercó lentamente a mis labios. No necesitaba abrir mi boca, ya la tenía abierta a causa de los jadeos que me provocaban la sensación de falta de oxígeno. Presentí sus labios sobre los míos - estaban a pocos centímetros - y anticipé su lengua dentro de mi boca, explorando todos sus rincones. Cerré los ojos y me quedé esperando al húmedo encuentro.

Pero nada ocurrió. Seguí esperando con la boca abierta, anhelando el beso que había presentido. Entonces me di cuenta de que ya no sentía sus manos sobre mis pechos, ni su pelvis en mi culo. Aún sentía el roce sobre el clítoris, pero tras unos instantes me acabé percatando de que eran mis propios dedos. Por fin conseguí abrir los ojos, justo a tiempo para ver desaparecer entre la multitud al rubito y al morenito, abrazados cada uno a una chica joven, los cuatro riéndose a carcajada. Entonces, la realidad de la situación cayó sobre mí con todo su peso. Me sentí ridiculizada y ultrajada. Eso dos solamente habían estado jugando conmigo a un juego morboso, posiblemente como parte de una apuesta y en acuerdo con sus novias. Probablemente no era la primera vez que hacían eso con una chica; se les veía demasiado coordinados. O más que en chicas inocentes, quizá estuvieran especializados en mamás experimentadas que salían de fiesta.

Busqué a mi marido, pero no lo veía por ninguna parte. Dios mío, ¿qué había hecho? ¿Cómo había podido actuar así? Daniel lo había tenido que ver todo: me habían estado casi violando, pero él no intervino. {A mí no me parecía que te estuvieran forzando, más bien estabas disfrutando}. Era mi voz interior interviniendo. ¿Por qué no hizo nada? Ya no tenía más ganas de fiesta. Me puse a buscarlo por la discoteca para irnos, pero mis esfuerzos estaban resultando infructuosos. Llevaba ya veinte minutos sin que pudiera encontrarle. Entonces me acordé de que habíamos quedado en hablar por WhatsApp, en el caso de que perdiésemos el contacto visual. Con tanta gente bailando y dando codazos, no podía escribir, así que me fui a una esquina para estar más tranquila.

- ¿Dónde estás? ¿Cómo estás? Te quiero, te necesito.

Envié el mensaje y me quedé esperando vanamente su contestación. Empecé a preocuparme; no entendía la situación.

- ¡Contesta, por favor!

Seguía sin dar señales de vida y empezaba a cabrearme: ¡Había sido idea suya, él me había hecho hacer esto y ahora no aparecía!

El subidón del cabreo duró poca y se esfumó pronto; le preocupación ganaba la batalla de mis emociones. Volví a mirar el WhatsApp, pero seguía sin haber respuesta. Entré entonces en esa fase de bajada emocional, de cuando se te pasaba el puntillo del alcohol y se te sumaban un mar de confusas emociones: Cabreo porque Daniel me había metido en esto. Inseguridad porque no respondía. Humillación por haber sido ridiculizada por unos críos. Y también... ¿era posible?... excitada por lo que acababa de ocurrir. ¡No podía ser! Aquello se debía al puntillo del alcohol, no era realmente yo. ¿O sí? ¡Me habían forzado! {¡Mentirosa!}. Apenas habían aplicado fuerza, en realidad yo me dejé llevar; en verdad lo utilicé como excusa para encontrar una explicación a mi comportamiento, sin tener que admitir que unos niñatos habían conseguido ponerme más cachonda que una perra en celo. ¡Oh no, qué vergüenza! ¿Cómo podría volver a mirarme en el espejo? ¿Cómo podría volver a mirar a Daniel? ¿Cómo podría olvidar lo ocurrido y volver a una vida normal de ama de casa? Había sido una aventura pasajera, nada más. ¡Simplemente había que pasar página y ya estaba!

Miré de nuevo el móvil, pero permanecía mudo. Decidí hacerle una llamada. Sabía que aunque me cogiera la llamada, no podríamos hablar, debido al volumen de la música en la discoteca, pero al menos sabrá que le había llamado. Marqué su número y puse el teléfono en la oreja, para tratar de oír el tono de la llamada. Mientras lo hacía, paseaba nerviosamente de un lado a otro: daba tres pasos, me giraba, daba otros tres pasos, me giraba otra vez. Al mismo tiempo traté de encontrarle con la vista. No descolgaba. Lo intenté otra vez. Tres pasos, giré, seguía mirando... ¿Pero qué estaba haciendo? Estaba intentando ver a Daniel entre la multitud, me respondí. {¡Mentirosa!}. Tenía que intentar ser honesta conmigo mismo, aunque me costase admitirlo. Vale, aquí iba, para mi mayor vergüenza: ¡Me había pillado a mí misma buscando al rubito pecoso y al morenito, y no porque estuviera enfadada con ellos! Me entró un escalofrío al recordar sus manos sobre mis pechos y sobre mi sexo. Lo tenía que admitir: ¡Realmente había sido la experiencia sexual más excitante de mi vida! Me reí a carcajada limpia. ¡Sí, había sido desconcertante, pero divertido! Diferente. ¿Por qué arrepentirme?

- Me alegro verte contenta.

¿Daniel? No, no era su voz. ¿Entonces? Me giré y ahí estaba ante mí el hombre misterioso de la esquina de la barra y de la barba de tres días. Me estaba sonriendo; era una sonrisa perfecta, de esas que producen un hoyito en la mamola. Siempre me habían parecido sexys los hoyitos; me resultaban muy masculinos.

- Toma.

Tenía dos copas, una en cada mano y me estaba ofreciendo una de ellas. La acepté con cara de interrogación. Él solamente hizo un ligerísimo gesto con la cabeza, exhortándome con ello a beber,  todo ello sin dejar de sonreír. Con los tiempos que corrían, no debería de haber aceptado una copa de un desconocido. ¿Quién sabía si no habría diluido alguna droga en ella? Se oían cosas escalofriantes acerca de la burundanga. No era muy inteligente, pero a pesar de ello, me la llevé a los labios y le pegué un pequeño sorbo.

- Es Cointreau-Piña. ¿Cómo sabías...?

No me respondió. A cambio, repitió el gesto de inclinar la cabeza, animándome a darle un trago más. Me sentía desarmada por su forma de actuar - tan segura, tan imperativa, pero a la vez tan gentil - y también me sentía intrigada por conocer más de esta persona. Y sobre todo, ya no me sentía sola, abandonada. Con una sonrisa hice un brindis con la copa y me la llevé demostrativamente a mis labios, dándole un buen trago. No aparté mi mirada de sus ojos. ¿De qué color eran? Con la oscuridad de la discoteca y sus flashes, no conseguía distinguirlo bien. Tan pronto parecían azules, como luego parecían verdes. Quería darle a entender que aceptaba su reto y que estaba dispuesta a superarlo. {¿Qué reto? Él no ha dicho nada aún}. Me lo estaba imaginado. Fue un trago largo, mucho más de lo que estaba habituada. Cuando estaba a punto de separar la copa de mis labios y bajarla de nuevo, vi que nuevamente inclinó la cabeza, mandándome seguir con el trago. No dijo nada; era el mismo gesto que antes. ¿Quería que siguiera bebiendo? Lo intenté; quería estar a la altura del reto, pero me costaba. La bebida estaba muy fría y tampoco me apasionaba el sabor del alcohol. Solamente lo toleraba, si lo conseguía enmascarar con algo dulce. Mi aguante se esfumaba por momentos: ya anteriormente había llegado cerca de mi límite, pero seguir bebiendo de un solo trago y sin reposar, me superaba. Me esforcé, no solamente por beber, sino que también por aparentar relajada y segura, pero sentía como mi mirada me traicionaba con una expresión de confusión. Estaba al límite, necesitaba respirar ya.

La sonrisa de mi misterioso desconocido cambió de amabilidad a satisfacción, al mismo tiempo que afirmaba una vez más con la cabeza. Esta vez lo entendí como una señal para que parase, o eso creía. Me sentí aliviada; no podía más. Aun así, me atraganté y tosí. ¿Por qué aceptaba las indicaciones de un desconocido como si fuesen órdenes? ¿Por qué me imaginaba que me había dado alguna indicación, cuando en realidad no había dicho nada? Miré la copa que tenía en la mano y me di cuenta de que me había bebido de un solo golpe la mitad. Era un día raro, quizá lo necesitara. El puntillo de la primera copa ya se me había pasado y había entrado en esa zona valle en la que se ha había perdido toda la euforia, alcanzando un nivel más bajo de lo normal. Al menos eso era lo que había leído una vez en algún artículo. Yo no tenía mucha experiencia con la bebida.  Cuando bebía, una sola copa solía ser más que suficiente.

Me recuperé del ataque de tos y le miré de nuevo. Él seguía sin inmutarse, seguía sonriendo, pero esta vez creí interpretar que una leve burla en su sonrisa. O quizá fueran imaginaciones mías, pues en realidad las comisuras de sus labios apenas habían variado su posición unas fracciones de milímetro. Siempre he tenido cierta tendencia a imaginarme cosas de otra gente. Siempre he interpretado las miradas o conversaciones que no lograba entender de alguna forma, y la mayoría de las veces estaba convencida de que hablaban de mí y no precisamente para bien. Mi marido pensaba que tenía cierta paranoia con eso, y en alguna ocasión me había llegado a demostrar que estaba equivocada con lo que yo pensaba que decían. Si era verdad, entonces mi desconocido sí que tendría toda la razón del mundo para reírse de mí. Quizá no me había exhortado a beber. ¿Qué pensaría de mí? Me ofrecía una copa y yo, sin ninguna razón, me bebía la mitad de un trago. ¡Ya me estaba pasando otra vez, ya empezaba nuevamente a imaginarme cosas! Estaba confusa.

Cuando conseguí centrar mis pensamientos, lo observé. Me preguntaba qué querría de mí. ¿Qué se esperaba de mí? ¿Por qué había venido a invitarme a una copa? ¿Por qué no hablaba? ¿Quizá era mudo? ¿Era eso el defecto que escondía? ¿Por qué seguía mirándome impasiblemente?

- Me llamo Mónica - le dije.

Espero a que él me dijera su nombre, pero no lo hizo. Simplemente siguió sonriendo y mirándome. Parecía ahora que su expresión había cambiado: había cierta dulzura en ella. Creía. ¿Me lo imaginaba? Vi por el rabillo del ojo, como su mano derecha subió lentamente y sin prisas, se acercó a mi rostro. Era la serenidad del que sabía que no se encontraría ningún obstáculo insuperable en su camino. ¿Debía pararle la mano? Su mano había alcanzado mi cara y puso el exterior de sus dedos sobre mi mejilla, acariciándomela suavemente. Yo me quedé paralizada; no sabía cómo reaccionar. Involuntariamente incliné un poco la cabeza hacia el lado de su mano; no era mucho, tan solo unos pocos milímetros. Fue un gesto ínfimo e involuntario, pero me di cuenta de su observadora mirada lo había detectado como un faro en la oscuridad. Solamente lo podía interpretar como una invitación. ¿Por qué había hecho eso? Traté de mirar hacia mi interior y analizar las razones por las que mi subconsciente había reaccionado así. ¿Qué estaba buscando yo allí?

Como en trance, seguía musitando, psicoanalizándome. Vi desde una perspectiva de tercera persona, como su otra mano avanzaba por detrás de mi espalda. Vi como un misterio abrazaba a una niña confusa, primero suave para no asustarla y luego fuertemente para sujetarla. La mano que acariciaba mi cara prosiguió su recorrido por mi mejilla, hacia mi oreja. No se paró, sino que continuó hasta llegar detrás de mi nuca. Allí descansó brevemente, pero en seguida comenzó a acariciarme con toda su mano. Nuevamente, tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba y el espacio se ensanchaba. En la apretada discoteca, ahora solamente había un hombre y una adolescente que parecía mujer. Una mitad de mí seguía reflexionando sobre las cuestiones anteriores, la otra mitad, simplemente estaba ausente. Repentinamente, la perspectiva volvió a la de primera persona. Vi como él acercaba su cara a la mía, como abría lentamente sus labios y sentí como yo abría los míos. No les había dado orden ninguna, pero aun así, se abrieron como los pétalos de una flor que da la bienvenida al frescor de la mañana. Nuestros labios se tocaron, primero suavemente y luego ya firmemente. Todo seguía a cámara lenta. Sentí como su lengua avanzaba entre mis labios, se metía en mi boca e invitaba a mi lengua a revolotear con la suya. Mi visión estaba nublada, pero el resto de mis sentidos se habían agudizado. Sentía todo con una intensidad increíble. Era como si en el televisor, al graduar el color, nos pasásemos y todo apareciese con mayor intensidad. Demasiada intensidad.

Respondí a su beso. Mi lengua se contorsionaba con la suya una y otra vez. Era un beso profundo y húmedo. No lo había invitado a entrar, pero aun así, estaba explorando todos los rincones de mi boca. Percibí todo como si se tratase de una realidad aumentada, pero en realidad, lo único que sentía, era el beso; el resto no existía. No era yo mucho de besos - mi marido siempre me lo reprochaba - pero este, transmitía una energía especial. El beso parecía interminable - ¿aún estábamos a cámara lenta o era realmente tan largo? – y deseaba que no acabase nunca. Pero él sacó la lengua de mi boca y sentí un vacío. Pero no se fue del todo, sino que se punta quedó entre mis labios, como alguien que se va sin despedirse, pero no acaba yéndose y se queda en la puerta. La punta de su lengua recorrió mis labios, explorando todo el recorrido circular, desde el centro hasta una comisura, por arriba, hasta la otra comisura y de nuevo al centro. Sin esperar invitación, él la metió otra vez en mi boca, hasta el fondo, sin dejar casi espacio a la mía para moverse. Retrocedió un poco animó a mi lengua a bailar con la suya. No era un baile frenético - era más bien un tango. Él me guiaba con firmeza y yo le seguía los pasos.

Sin anunciarlo, repentinamente se separó de mí - de mis labios, de mi cuerpo - me cogió de la mano y tiró de mí. Caminé detrás de él, pero trastabillé. No me caí, porque él me sujetaba con fuerza. En ese momento, me di cuenta de que tenía los ojos cerrados. ¿Por qué siempre cerraba los ojos cuando me besaban? Era un nuevo tango, esta vez a través de las multitudes de la discoteca, atravesándola de un lado a otro. Él me guiaba, sujetando fuertemente mi mano y yo le seguía sonámbula. No cuestioné a dónde íbamos, simplemente me limité a seguirle.

Subimos unos peldaños. Una gruesa cuerda roja aparentemente le bloqueaba el paso, pero no era más que un espejismo. Él realizó un gesto afirmativo con su cabeza, a modo de saludo, y un enorme y gordo portero negro descolgó uno de los extremos de la barrera y nos dejó pasar. Apenas había tenido que ralentizar su paso. Estábamos en una de las zonas VIP de la discoteca. Había un cristal que separaba esta zona VIP del resto de la discoteca. Por fuera, el cristal parecía un espejo, pero por dentro, era transparente y se podía observar lo que sucedía en la "zona plebeya". Fuimos hacia una mesa y nos sentamos en una especie de sofá.

- ¿Cómo te llamas? - le pregunté.

Él acercó su cara a la mía, me sonrió y me miró profundamente a los ojos. Se quedó un rato mirándome así. Por fin conseguí distinguir el color de sus ojos, eran verdes. Cogió mi barbilla entre sus dedos, a la vez que posó su otra mano sobre mi rodilla desnuda. Seguía mirándome con la misma sonrisa, sin inmutarse.

- ¿No vas a decirme tu...?

No conseguí terminar la pregunta: aprovechó mi boca entreabierta para besarme de nuevo y meter su lengua en mi boca. Suavemente aumentó la presión de sus labios sobre los míos, haciendo que me echase hacia atrás en el sofá. Lo hacía lentamente, no tenía prisa. Era un  cazador que sabía que la presa era suya y disfrutaba más del proceso de caza que del resultado. Mis brazos colgaban inertes de mi cuerpo, no sabía qué hacer con ellos. No sabía si debía tratar de pararle o si debía abrazarle. Ante mi indecisión, mis brazos renunciaron a cualquier acción. Era una mujer casada; debería haberle parado, aunque todo esto fuese con el consentimiento e incluso a propuesta de mi marido. Una cosa era flirtear, pero esto era otra cosa. Había aceptado que como mucho, ocurriría un beso. Pero una cosa era besar, y otra era besar como lo había hecho él. Debía abrazarle, corresponderle, no dejarle marchar... nunca. Debía pararle, repudiarle, irme… para siempre. Noté como la excitación empezaba a apoderarse de mí de nuevo. No podía remediarlo, no quería enmendarlo. ¡Le deseaba!

Se separó unos centímetros de mí. Aún tenía los ojos cerrados, sabía que me estaba mirando fijamente. No quería abrirlos, me agarraba con fuerza al recuerdo carnal de ese beso. Aún lo sentía sobre mis labios y en mi boca, pero finalmente empezaba a esfumarse. Abrí los ojos y era como había supuesto: me está observando. No apartaba su mirada, sus ojos estaban clavados fijamente en los míos, tratando de explorarme a través de las ventanas del alma. La música de la discoteca resonaba con fuerza, incluso en la zona VIP, pero a pesar de ello, sentía un silencio incómodo.

Decidí romper ese silencio. La decisión ya estaba tomada. ¿No era eso lo que quería Daniel? No sabía si realmente era lo que quería, pero tenía la certeza de que eso era lo que mi cuerpo anhelaba en estos momentos. Mis brazos subían para rodear con determinación su cuello y abrazarle. Le atraje hacia mí. Esta vez era yo la que le beso. Él abrió voluntariosamente la boca, pero su lengua no invadió la mía, sino que se quedó esperando  a que fuese yo la que entrase en su territorio. No me hice de rogar: deslicé mi lengua entre sus labios, buscando el encuentro con la suya, y comencé un nuevo baile - primero lento, luego apasionado, finalmente ya frenético. Su mano mientras abandonó mi barbilla y comenzó a acariciarme la nuca. ¿Cómo sabía que eso me encanta?

La música, su olor, la media copa que me había bebido de un trago, su mirada... estaba nadando en un mar de emociones. Me dejé llevar por la corriente y perdí por instantes la noción del tiempo. No hablamos, solamente nos besamos, un beso que no parecía tener comienzo ni fin.

Sonó mi móvil. Más que oírlo, lo sentí vibrar. Era un mensaje de WhatsApp. Me sacó de mi sueño, pero decidí ignorarlo; quería seguir, no deseaba volver a la realidad. El móvil insistía: otro mensaje. Lo ignoré igualmente. Y otro. Y luego otro. Seguramente que era Daniel, solamente podía ser él. No me apetecía romper la magia del momento, pero ya se había desvanecido de todas las formas. Mi hombre misterioso dejó de besarme y se retrajo un poco; algo debía haber notado. Era muy sensitivo.

El resto del texto de este capítulo así como los siguientes capítulos los encontraréis en la edición Kindle en Amazon.












Un souvenir para ÉL



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