“Sé que estoy loco, pero lo estoy por ti. No me juzgues por querer vivir locuras a tu lado.” - Daniel |
“Una chica debería ser dos cosas: fabulosa y con clase.” – Coco Chanel |
“Yo no sé quién inventó los tacones altos, pero todas las mujeres le debemos mucho.” – Marilyn Monroe |
Mi marido me llevaba insistiendo mucho con el tema. A
decir verdad, no sé si estaba ya harta de oírlo o si me parecía divertido, a
veces incluso excitante. Que si le gustaría ver como ligo con otro hombre, que
si no le importaría que tuviera un amante mientras le contase todo... por lo
que tengo entendido, se trataba del típico rollo de los que tienen una fantasía
cornuda. Mentiría si os dijera que la mera fantasía no había mejorado nuestra
vida sexual: bastaba que yo le contara que menganito en el trabajo había estado
coqueteando conmigo para que se pusiera a tope. En la cama luego nos
imaginábamos historias en las que otro hombre me hacía el amor mientras mi
Daniel observaba. Gracias a este pequeño aliciente ya no follábamos "menos
que un casado": al parecer Daniel había reencontrado el interés por mí, y
yo debo admitir que esas fantasías también me excitaban. No solamente eso, sino
que por lo general también hablábamos más. A veces le decía que quizá un día
estaría dispuesta a hacer sus fantasías realidad - no por mí, sino que
únicamente por él - y eso le ponía y le hacía feliz. Es curioso como la
fantasía de una infidelidad nos había unido más, cuando el comportamiento
estándar que se espera en nuestra sociedad, es que eso nos separase. Pero para
mí, no era más que una fantasía, un juego para contentar a Daniel: no creía que
pudiera, ni quería hacerla realidad para nada.
Daniel es muy taciturno y a base de persistir suele
conseguir al final lo que quiere. Tanto es así que un día, harta ya de sus
constantes proposiciones y presiones, acepté "jugar". Quería terminar
de una vez con esto, pues ya resultaba cansino, y pensaba que de todas las
formas, al final, le podrían naturalmente los celos y se echaría para atrás. Le
advertí que una cosa era la fantasía y otra diferente, que me viera flirtear o
incluso en los brazos de otro hombre, y
que lo que él se imaginaba tan bonito y excitante, al final le resultaría
desagradable e intervendría. Pero él me replicó que la única forma de saberlo
era probarlo. En ese momento, cometí el error de afirmar estar de acuerdo con
esa lógica.
Así ocurrió que acordamos ir a una discoteca y que él me
dejaría sola para ver si ligaba. El muy cabrón me retó diciéndome, que quizá
mis reticencias se debían a que tenía miedo a que ningún hombre me entrara, que
quizá ya no podía competir con otras mujeres. Eso fue la gota que colmó el
vaso. ¿Cómo se atrevía a llamarme vieja? ¡Era hora de darle una buena lección
de quién era la "gran Gema"! Si os soy honesta, a eso debo añadir que
aunque no quisiera admitirlo, en mi interior también sentía un cosquilleo ante
la posibilidad de enrollarme con otro hombre. Cuando pensaba en ello, notaba un
ligero hormigueo en la zona de mi sexo, pero eso nunca lo admitiría delante de
él (casi no lo admito ni ante mí misma). Aun así, me negaba rotundamente a
acostarme con otro. El acuerdo por fin fue, que yo intentaría ligar con algún
hombre que me resultara atractivo (si es que los había... o eso me decía yo
inocentemente a mí misma) y que me dejaría invitar a una copa. Si me seguía
resultando agradable, quizá bailaría con él y me dejaría sobar un poco. Y
haciendo un gran esfuerzo (por mi marido), quizá y solamente quizá, me dejaría
besar. Y punto. Yo estaba convencida de que mucho antes Daniel intervendría y
pararía el juego.
- Y ten claro que será una y no más. No pienso volver a
repetirlo. Y por supuesto, no pienso volver a quedar con esa persona. Es más, si
me presiona, le daré un nombre falso y también un número de teléfono. Será una
vez solo, y con eso espero que tu morboso interés quede zanjado. ¿De acuerdo
entonces?
Claro que no iba a aceptar ir a cualquier discoteca para
encontrarme con garrulos. Me considero de clase media, pero si iba a hacer algo
así, quería que fuese con estilo y cierto "glamour". Daniel aceptó
encantado y me propuso que fuéramos el siguiente sábado a la discoteca Gabana,
situada en el lujoso barrio de Salamanca de Madrid.
A mí normalmente no me gusta malgastar el dinero y suelo
primar la economía de la casa. Pero esta vez me había propuesto darle un
escarmiento a mi marido, para que me dejara de una vez por todas en paz. Su
deseo era tener una esposa caliente o hotwife,
como lo llaman en inglés, y si no era gracias a los celos que esperaba que se
le produjesen en el momento de la verdad, quizá desistiera incluso previamente al
ver los gastos que conllevaba este estilo de vida. ¡Si iba a ser una hotwife, iba a serlo con todas las de la
ley!
- Daniel, sabes que a Gabana no se puede ir vestido de
cualquier manera y me temo que no tengo nada apropiado en el vestuario. Si
quieres que hagamos esto, hagámoslo bien, pero prepara la tarjeta de crédito
porque no te va a salir barato: ¡Me vas a llevar de compras a la calle Serrano
y lo vas a hacer sin rechistar!
En realidad me repateaba dilapidar el dinero así. Ambos
trabajábamos y sabíamos el sacrificio que había detrás para ahorrar un poco.
Pero estaba herida en mi orgullo, y aunque el dinero que nos íbamos a gastar
era tanto suyo como mío y en consecuencia provenía tanto de sus esfuerzos como
de los míos, estaba dispuesta a jugar con cartas reales.
Dicho y hecho, al día siguiente fuimos de compras por las
tiendas de Serrano. Todo era muy bonito, pero también ridículamente caro.
- Esto es lo que tiene querer tener una hotwife. Si quieres, estás a tiempo de
echarte atrás.
Daniel es bastante ahorrador y esperaba que su reacción
estuviese en línea a mi sugerencia. Sin embargo él me replicó:
- Qué pasa cariño, ¿que no te atreves a comprobar tu
verdadero atractivo? Los coqueteos en tu trabajo son cosas que se dicen cuando
hay confianza y certeza de que no irán a ninguna parte. Pero aquí estamos
hablando de ligar de verdad. Yo creo que tienes miedo...
¡Maldito bastardo! ¿Era posible que tuviera razón? En el
trabajo no me faltaban los piropos, pero era verdad, que ligar en serio era
otra cosa. Cuando era joven, no me faltaban pretendientes, si bien yo nunca fui
muy ligona y solamente tuve dos novios y ningún rollete (bueno, una vez besé a
otro chico). Traté de analizar mis sentimientos... y quizá sí que albergaba en
alguna parte ese temor. No me gustó nada tener que admitírmelo a mí misma, pero
no estaba dispuesta a admitírselo a él. Tragué saliva y seguí comprando como si
nada. Había conseguido enfurecerme y ya no tenía remordimientos de estar
comprando cosas innecesarias en sitios caros.
Entrábamos en varias tiendas y salíamos como habíamos
entrado. A decir verdad, no sabía muy bien qué estaba buscando. ¿Cómo quería ir
a la fiesta? Elegante por supuesto. Y sexy. Quería resultar atractiva a primera
vista, quería incitar a los chicos, pero al mismo tiempo sin llamar demasiado
la atención. Era un mar de dudas y de contradicciones.
Mis manos iban pasando por encima de las perchas y se
paraban aleatoriamente para apartar las demás prendas y poder ver cómo era el
vestido en cuya percha me había parado. La mayoría de las veces lo descartaba
de inmediato, pero en algunas ocasiones, lo sacaba del perchero para
inspeccionarlo más detenidamente. Realmente no sé qué patrón utilizaba para
decidir cuándo pararme y cuándo sacar un vestido del perchero; no creo que
estuviera siguiendo ningún criterio racional, pues ni yo misma sabía lo que
quería. En eso, uno de los vestidos que saqué para mirar más detenidamente,
provocó un comentario de mi marido. El vestido era negro, corto - pero no
demasiado - y con un escote generoso, pero lo suficientemente recatado para que
debajo no se viese el sujetador.
- Ese vestido con un sujetador push-up como los que sueles llevar te quedaría muy bien.
¿Ehh? ¿Acaso me estaba queriendo decir que mis tetas
estaban caídas? ¿Era eso lo que estaba insinuando? ¡Maldito bastardo!
Hice como si no le hubiese oído, puse el vestido otra vez
en el perchero y continúe buscando. Me paré en otro vestido negro, pero esta
vez cuando lo saqué, le di la espalda a Daniel para que no pudiera verlo y no
soltase ninguno de sus estúpidos comentarios. Este trapo era bastante
escandaloso. Decididamente no era lo que estaba buscando, pero pensé en jugarle
una a mi marido.
Desde hacía un tiempo - siempre porque él me insistía -
había accedido a ponerme especialmente sexy cuando íbamos por ahí de paseo o de
compras a algún lugar donde no nos conocían. Para Daniel nunca era suficiente:
si llevaba una blusa, él siempre insistía en desabrocharme un botón de más.
Cuando me agachaba, él se empecinaba en que lo hiciera sin flexionar las
rodillas, para que dejara mi culo bien en alto. A Daniel no solamente le
gustaba verme, sino que también disfrutaba de la reacción de los que pudieran
verme, sobre todo de la de los hombres. Otras veces, en algún corredor o
esquina poco frecuentada, aprovechaba para besarme y sobarme, en ocasiones
incluso levantándome la falda y dejando una nalga al descubierto. Aunque al
principio me resistía, poco a poco le fui cogiendo el gusto a ese jueguecito
suyo y algunas veces tomaba yo la iniciativa. A todas las mujeres nos gusta que
nos admiren y nos gusta saber que resultamos atractivas y que nos devoran con
los ojos. Si algo nos echa atrás a hacerlo más a menudo, no es la reacción de
los hombres, sino que precisamente la de las otras mujeres. ¡Qué hipócritas
somos: nos gusta pero luego nos criticamos!
Decidí que me probaría ese vestido - no realmente porque
tuviera intención de comprarlo y llevarlo a la discoteca, sino que para darle
un poco de morbo a mi marido en la tienda. Quería romperle los esquemas y
cambiar la dinámica que se había instalado hoy entre nosotros, donde todo lo
que decía, parecía dejarme desarmada. Quería sorprenderle, dejarle boquiabierto
e inseguro y así ganar una ventaja en este pequeña batalla dialéctica que
estaba teniendo lugar entre nosotros.
En el probador me di cuenta de que el vestido no
defraudaba. En realidad, era más escandaloso de lo que me había esperado y
mostraba más que lo que ocultaba. Era negro también y bastante corto, aunque
sin llegar a ser escandaloso; el corte me quedaba por encima de la mitad de mis
muslos. Por delante, la suave tela, que casi era como una gasa, se plegaba y
caía, dejando un generoso escote. Pero el verdadero atractivo estaba por
detrás, ya que dejaba la espalda totalmente al aire. Claro, que eso planteaba
un problema, pues no permitía llevar sujetador y odiaba tener que darle la
razón a mi marido: con ese escote me vendría bien un poco de ayudita para dejarme
la tetas bien colocadas. Pero obviamente, no estaba dispuesta a admitírselo,
por lo que tendría que quitarme el sujetador para probarme el vestido en la
tienda, delante de mi marido. Pasé mis manos por la tela del vestido, tratando
de imaginarme cómo me quedaría. Me percaté
de que la pequeña superficie de mi cuerpo que estaría cubierta con la tela, se
transparentaría a través del fino material. A la altura de los pechos,
afortunadamente, la tela estaba reforzada y no había riesgo. Me imaginé cómo se
le abriría la boca a Daniel, cuando me viese salir así del probador. ¡Se iba a
quedar con la boca tan abierta, que se quedaría callado para el resto del día!
Decidí entonces que saldría del vestidor con él puesto y me pasearía un poco
por la tienda. Me desnudé y me enfundé el vestido. La tela era muy fina y
apenas pesaba, ni se notaba sobre la piel. Daba la sensación de ir desnuda. Me
observé en el espejo; realmente estaba muy sexy. Casi no me reconocía. ¡Daniel
iba a alucinar! Entonces me di cuenta de que se transparentaban las braguitas
blancas que llevaba. Obviamente, braguitas blancas con un vestido negro de
fiesta, no encajaba, y menos si eran de algodón. Cuando me las puse en casa,
solo pensé en algo cómodo; no había contado con que me probaría un vestido así.
Era una lástima, pero no iba a salir así; estropearía todo el efecto. Había
sido había sido una pérdida de tiempo probármelo, pero de todas las formas, no
había tenido intención de comprármelo.
- ¿No tendrás pensado ir con ese vestido, cariño?
Lo sabía, ¡había ganado! Le parecía demasiado atrevido y
no aprobaba que lo llevara a la discoteca. Los hombres me devorarían con sus
miradas y al final sus celos podrían más que el morbo que le ocasionaba. Estaba
a punto de desistir, ¡victoria!
- ¿Por qué no? - le repliqué con un tono entre inocentona
y picarona.
- No, por nada. Es que no puedes llevar sujetador con ese
vestido, se vería debajo y quedaría mal. Tendrías que llevar las tetas al
natural.
Lo dijo en un tono muy seco, sin emoción, como hacen los
forenses en las autopsias, limitándose únicamente a constatar hechos. Si al
menos lo hubiese dicho en un tono irónico o hubiera sonreído, sería menos
grave, pero así...
¡Maldito imbécil! Y yo que pensaba que me lo iba a pasar
pipa comprando cosas caras y viendo su cara de fastidio. Al final era él el que
estaba consiguiendo sacarme de mis casillas. ¡Otra vez con lo de mis tetas!
¿Qué problema tienen? ¡NINGUNO! Vale que no eran las de una veinteañera y quizá
estaban un pelín caídas, normal para mi edad. UN PELÍN. Para la edad que tenía,
me conservaba en plena forma, mejor que la mayoría. ¿Qué quería decir
insinuando que no podía ir a ninguna parte sin un sujetador push-up que me las levantara? ¡Se iba a
enterar este capullo!
En ese momento tomé la decisión, ese sería el vestido con
el que iría a la discoteca. Si iba a triunfar, lo haría sin trampas, al natural
como quién dice. ¡Se iba a enterar mi marido de quién era la "gran
Gema"! Y si al final me dejaba sobar por alguien, así lo tendría más fácil.
Eso sí que sería una visión que mi marido no podría soportar por mucho morbo
que le diera.
Estaba absorta en mis pensamientos cuando me di cuenta que
aún llevaba el sujetador puesto. Debía de estar ridícula así, con un vulgar
sujetador blanco embutida en ese vestido negro, mostrando mi ropa interior por
delante y por detrás. No me explicaba cómo podía haberme olvidado del sujetador,
pero sí de quitarme las braguitas antes de salir del probador. ¿Era posible que
mi subconsciente hiciera que me "olvidase" a causa de algún complejo
que no quería admitir? ¡Si era así, era hora de cambiar las cosas! Ya no se
trataba de él, sino que de mí.
Hice una mueca pero no le repliqué. Le di la espalda a
Daniel, y haciendo un poco de contorsionismo, me quité allí mismo el sujetador
por debajo del vestido. Lo dejé caer al suelo - que lo recogiera él, yo ya no
pensaba volver a llevar uno - y seguí comprando en la tienda con el vestido
puesto. Ahora lo que necesitaba eran unas sandalias adecuadas de tacón alto. Me
acerqué al escaparate donde me había parecido ver unas al entrar en la tienda.
Eran las siete de la tarde de un día de Abril; el Sol estaba empezando a bajar
y se colaba por el cristal del escaparate. Me encontraba en el paso directo de
los rayos de sol y eso hacía que el vestido se transparentara aún más de lo
normal. Menos mal que me había quitado las braguitas blancas o hubiera estado
realmente ridícula. Claro que de esta forma... alejé los pensamientos, no
quería pensar en qué se podría estar viendo debajo de la tela. Obviamente era
un vestido pensado para la noche, pero aquí estaba yo, con una mezcla de
cabreo, vergüenza y excitación, que no hicieron sino que aumentar mi
determinación. Era la huida desesperada hacia delante del loco.
Ya llegados a este punto, no había vuelta atrás. Giré mi
cabeza buscando a mi marido y al pasar los ojos en su búsqueda por la tienda,
de reojo vi a una joven pareja. Mis ojos no continuaron el recorrido programado,
sino que retrocedieron para pararse en el apuesto joven que me estaba mirando.
Su cara denotaba admiración y mi primer reacción instintiva fue la de
sonrojarme. Afortunadamente no tardé mucho en reponerme y reunir todo el valor
que me quedaba para devolverle una sonrisa, mirándolo fijamente a los ojos
hasta que él apartó su mirada de mí. Me giré de nuevo hacia el escaparate y
encontré las sandalias de tacón de aguja que estaba buscando. Me gustaba que
tuvieran una apariencia ligera como el vestido, pero a la vez las cuerdas que
llevaba para sujetar el pie, le daban un toque muy erótico en mi opinión.
- Me gustaría probarme estas sandalias, por favor. - le dije a la dependienta.
- Vaya, lo siento, pero el del escaparate es el único par que nos queda. ¡Cójalas si quiere!
Estaban casi a ras del suelo, detrás de una especie de valla, por lo que tuve que agacharme por encima de ella para cogerlas. Debería de habérselo pedido a la dependienta, pero no me apetecía pedirle nada, era la típica esnob de tienda pija. Y por el momento, prefería también ignorar a mi marido, pues no quería oír ningún estúpido comentario suyo más. Así que no me quedó más remedio inclinarme por encima de la valla para alcanzar las sandalias. Cuando estaba a punto de cogerlas y alzarme otra vez, observé que en la calle, delante del escaparate, había un hombre mayor mirando. El hombrecito tenía la boca abierta en forma de "O" y los ojos como platos. El escote del vestido era amplio y creo que se me estaba viendo todo - con eso no había contado, estaba acostumbrada a que el sujetador me protegiera. Sentí mucha vergüenza, pero ya era tarde para remediarlo. Estaba harta de este día, en el que todo parecía sacarme de mis casillas, y un impulso desconocido de travesura me inundó: decidí que yo marcaría las reglas de juego a partir de ahora. Así que me tomé mi tiempo en inspeccionar las sandalias antes de cogerlas y dejé que el hombrecito disfrutara de la vista.
Me sentía extraña, pues nunca había actuado así. Algunas veces con Daniel hacíamos alguna cosa similar, pero era siempre porque él me incitaba, nunca lo había hecho de motu proprio. Y nunca había mostrado tanto, eran siempre juegos muy inocentones.
Debí de estar demasiado absorta en mis pensamientos, aún nublados por el cabreo que me había ocasionado Daniel, y no me había dado cuenta de lo corto que era el vestido hasta que noté una leve corriente de aire en los glúteos. Todavía continuaba agachada y de repente caí en la cuenta de que se me estaría viendo el culo. Y no solamente el culo, pues ¡no llevaba braguitas! ¡Qué vergüenza! Ese sí que no había sido el plan. Me erguí rápidamente y miré alrededor tratando de determinar si alguien me había visto. Me pareció ver cómo la dependienta apartaba rápidamente su mirada. El joven apuesto a cambio, siguió mirándome fijamente; esta vez era él el que tenía una sonrisa de par en par en la boca y no parecía dispuesto a apartar su mirada. Mis manos fueron instintivamente a mi trasero, intentando taparlo, como si tuviera sentido ahora que el vestido estaba de nuevo en su sitio y que el joven me estaba mirando de frente. En ese momento, su chica le dio un codazo con cara de enfado y tiró de él para llevárselo.
Mi cara me ardía: estaba roja como un tomate de
vergüenza. ¡Vaya día que llevaba! Me resigné y me dirigí hacia un banco en el
que poder sentarme para probarme las sandalias. Me senté y pedí a Daniel que me
ayudara a descalzarme y a ponerme las sandalias. Él se agachó, poniendo una
rodilla y en el suelo, momento en el que aproveché para abrir mis piernas y
mostrarle mi sexo. Ya no me importaba si alguien más que él me podía ver:
total, ya habían visto todos lo que había por ver. Él se quedó un momento
paralizado y alzó su vista para mirarme con cara te interrogación. Nunca
habíamos llevado el juego hasta este extremo, pues a mí me solía dar bastante
vergüenza exhibirme. Una cosa era mostrar brevemente un poco de pecho, sin dar
apenas tiempo a que alguien se percatase, y otra totalmente diferente, era
mostrar las partes más íntimas. Pero ya de perdidos, al río, pensé. Así que me
incliné para coger mis tobillos con mis manos, como si estuviera comprobando el
cierre de las sandalias. Eso permitió que Daniel obtuviera una excelente visión
de mis pechos. Pude comprobar como su confusión aumentaba por momentos. ¡Por
fin estaba empezando a disfrutar un poco del día!
Daniel me ayudó a incorporarme y di unos cuantos pasos
por la tienda para probar la comodidad de las sandalias. Tenían un tacón muy
alto, pero a pesar de ello resultaban muy cómodas. Me di unas cuantas vueltas
más, para corroborar las sensaciones: no hay nada mejor para matar una fiesta
que unos zapatos que te están matando. Me costaba andar e iba un poco patosa,
pero todo era cuestión de práctica y de voluntad. En esto que estaba
centrándome en lo que sentían mis pies, oí un plof, como si de una buena
bofetada sonora se tratase. Me giré para ver qué había pasado, justo a tiempo
para observar que la chica tiraba con cara de cabreo de su pareja hacia la
salida de la tienda, a la vez que él se sujetaba la mejilla con su mano.
Me dirigí de nuevo al probador para cambiarme y ponerme mi ropa. Salí de él, le pasé el vestido y las sandalias a Daniel y le dije - ¡Paga! - Ni siquiera me molesté en preguntarle si le gustaban; era mi decisión y punto. Tampoco iba a preguntarle en la discoteca si le gustaba este o aquel hombre para hacer realidad sus pecadoras fantasías. Ya que hacía el esfuerzo por complacerle, esa decisión la tomaría yo. {¿De verdad que lo haces únicamente por complacerle?}. Mi vocecita interior me interrogó y yo me apresuré a asegurarle que así era, aunque al decir verdad, lo hice sin un completo convencimiento. Así, absorta en mis pensamientos, había salido de la tienda y tardé en percatarme de que un hombrecito un tanto mayor me estaba mirando. Tardé un poco en darme cuenta de que se trataba del mismo al que le había mostrado mi generoso escote y quizá algo más. Ya no tenía la boca abierta, pero sus ojos seguían como platos. Entonces vi a dónde dirigía su mirada: estaba mirándome a los pechos. Me pregunté por qué, pues llevaba ropa normal: una chaqueta negra con una blusa blanca debajo y una minifalda.
Con normal quiero decir que no iba especialmente
provocativa. Si vas de tiendas por Serrano no puedes llevar cualquier cosa, si
no quieres desentonar. Tienes que ir también un poco pijo o elegante, para
evitar que los dependientes de las tiendas tiendan a ignorarte - y aun yendo
vestida como las niñas pijas, los dependientes parece que tienen un sexto
sentido y detectan que una no pertenece a allí. El caso es que como hacía calor,
llevaba la chaqueta abierta. La blusa afortunadamente no era transparente - bastante
había tenido yo ya por aquel día en cuanto a transparencias - pero como no
llevaba sujetador (me había prometido que para darle en los morros a mi marido
y para reafirmarme a mí misma, al menos para lo que restaba del día, no
llevaría sujetador), se me marcaban los pezones erguidos. Un momento...
¿erguidos? Sí, no había duda de que lo estaban. No quería admitirlo, pero al
final la escena de la tienda me había excitado.
- ¿Qué coño te ha pasado ahí dentro? - Daniel había
salido de la tienda y me preguntó con cara de extrañeza.
- ¿No te ha gustado o qué? ¿Acaso no es eso lo que tú
siempre habías querido? - le espeté.
- Bueno, sí, pero es que así de repente me ha extrañado,
no me tienes precisamente acostumbrado a esas alegrías. A ver, ¡explícame qué
mosca te ha picado para que de bote pronto te comportases así! No es que me
parezca mal, todo lo contrario, pero no lo entiendo, no acabo de creerme lo que
he visto.
¿Os habéis fijado? Así son los hombres: ¡Nula sensibilidad!
Hablan y ni siquiera se dan cuenta de lo que dicen. ¿Cómo era posible, que no
se diera cuenta de cómo me habían herido sus comentarios? ¿Cómo podía ser tan
egocéntrico?
- Lo que creo que pasa, es que ahora empiezas a tener los
pies fríos y no las tienes de todas contigo cuando empiezas a verle las orejas
al lobo. ¿O debería decir, los cuernos al toro? ¡No me creías capaz y te he
sorprendido! Apostaría a que ahora estás pensando cómo echarte para atrás con
toda esa fantasía tuya de los cuernos consentidos.
Estábamos hablando en voz alta y el hombrecito ese lo
estaba oyendo todo. No importaba. No le di tiempo a replicar a Daniel; me giré
y comencé a andar a buen paso. La siguiente parada era una tienda de lencería,
pues necesitaba unas braguitas adecuadas con el vestido. No sé si estaba
caminando demasiado deprisa o si Daniel se había quedado atrás helado y
pensativo, meditando mi contestación, pero el caso es que no iba a mi lado y no
me apetecía darme la vuelta para ver dónde estaba. Continúe a paso firme hasta
que encontré una tienda de lencería. Cuando estaba abriendo la puerta, por fin
me alcanzó Daniel y entramos juntos.
Tenían varios conjuntos, todos ellos preciosos y muy
sexys, pero yo tenía una cosa concreta en mente. No tardé en encontrar un
tanguita negro con la parte frontal transparente. Vestido transparente y ropa
interior transparente... iba a ir bien conjuntada, no había duda. Y quería que
Daniel se preguntara por qué había escogido ropa interior transparente. ¿Acaso
estaba dispuesta a enseñársela esa noche a alguien? ¿Iría tan lejos e incluso
más? Quería que le corroyera la duda. De hecho, Daniel estaba extrañamente
pensativo desde que habíamos dejado la tienda del vestido. Normalmente, viendo
tantos conjuntos de lencería, hubiera aprovechado para comentar lo bien que me
quedaría uno u otro, pero esta vez estaba callado. Mejor, la verdad es que ya
había oído de él suficiente por hoy.
También me compré dos pares de medias, unas que se sujetaban ellas solas y otras para sujetar con un liguero, así como también un liguero negro. Uno de los pares de medias tenía la costura atrás, algo que a mi marido siempre le había gustado mucho pero que al igual que el liguero, no habíamos sido capaces de encontrar en las tiendas que frecuentábamos.
No tenía intención de ponerme medias con el vestido que
había comprado, pues era demasiado corto para eso y además su gracia radicaba
en mostrar mucha piel desnuda. Pero ya que me había propuesto darle un
escarmiento a Daniel, gastándome una pasta gansa, no dudé en añadir eso también
a la factura. Me quedé dudando si comprar también un sujetador a juego, pero
era obvio que no podía ser para el vestido. Además, no quería darle la
oportunidad de volver a soltar algún comentario acerca de los sujetadores y mis
tetas.
Esa noche no dormí bien. Aunque estaba cansada de haber
ido de compras (¡sí, las mujeres también nos cansamos de eso!), no se me iba de
la cabeza lo que estaba preparándome a hacer. ¡Enrollarme con otro hombre! Por
Dios, ¿cómo había podido aceptar? Y luego ese vestido que me había comprado:
iba a ir medio desnuda. ¡Entraría en la discoteca y la gente me señalaría y se
reiría de mí! Pero ya no había vuelta atrás, mi orgullo me impedía dejar caer
lo de la discoteca o elegir otro vestido. Con esos pensamientos revolucionando
mi cabeza, por fin, por puro cansancio, logré dormirme.
Los días siguientes me notaba rara y a menudo me entraban
taquicardias. Tenía un hormigueo en el estómago y poco apetito. También notaba
raro a Daniel. Por un lado, estaba excesivamente cariñoso conmigo: estaba en
todo y se ocupaba de todo. No estaba acostumbrada a eso, aunque por supuesto,
no me iba a quejar. Así era el príncipe azul con el que había soñado: un hombre
que me llevaría en palmitas. Pero no era eso a lo que me refería, era algo más
profundo. No sé cómo decirlo, pero yo creía notar algo raro. O quizá eran
imaginaciones mías y lo raro estaba dentro de mí, algo muy posible tal y como
tenía mis pensamientos alborotados.
¡Llegó por fin el sábado! Me desperté y me encontré con que Daniel ya había preparado el desayuno y me lo había subido a la cama. Había preparado zumo de naranja, café y unas tostadas con mermelada. Mientras desayunaba, me dijo que hoy no tenía que preocuparme por nada, que era mi gran día y que quería que lo disfrutara plenamente. Me dio un beso en la mejilla, me miró a los ojos y me dijo - Te quiero -. A veces mi marido podía ser muy dulce, y hoy era uno de esos días. Se dirigió hacia la puerta del dormitorio, pero antes de salir se dio la vuelta y dijo: - Tienes cita a las 12:00 en la peluquería para depilarte y peinarte. ¡Disfruta y relájate! - Dijo eso y se fue. Pero en vez de salir de la habitación se dirigió al baño. Oí como se llenaba la bañera con agua. Normalmente me depilaba yo misma; no había ido nunca a una esteticista para eso. Terminé de desayunar y fui al baño. Me encontré la bañera llena con agua y con unas velitas románticas alrededor. Hasta había puesto música relajante. Estaba sorprendida: más de una década de matrimonio y nunca había hecho nada así. Me metí en la bañera y me quedé meditando.
Entré en la peluquería y no sabía muy bien qué decirle a
la esteticista. Había quedado para depilarme, ¿pero solamente las piernas, o
también las ingles o quizá todo? ¿Quizá Daniel ya le había dado indicaciones? Era
mi primera vez y me daba un tanto de vergüenza, pero pensé que ya de hacerlo,
mejor hacerlo bien. Me armé de valor y opté por una depilación completa, sin
considerar lo que le pudiera haber dicho mi marido a la esteticista cuando hizo
la reserva de hora. Me llevó a un cuarto y me pidió que me desnudara. Si
hubiera llevado una camiseta de tirantes, podía habérmela dejado puesta, pero
llevaba un niqui y para poder acceder a la zona de las axilas, tenía que
quitármelo. Había decidido al final no llevar sujetador el resto de la semana,
hasta el día de la discoteca, para demostrarle a Daniel (¿o a mí misma?) que
mis pechos estaban bien. Eso significaba que me quedaría ahora con las tetas al
aire. Pero supongo que eso sería lo de menos, teniendo en cuenta que había
pedido una depilación completa, incluyendo las partes íntimas. ¿Había comentado
ya que no me gustaba exhibirme? Pues sí, ni siquiera ante otras chicas. Puede
parecer contradictorio a raíz de los últimos acontecimientos, pero eso en realidad
era mi verdadera naturaleza (o la educación que había recibido en mi infancia y
adolescencia). Los últimos acontecimientos únicamente se debían a que me había
liberalizado un poco tras los jueguecitos con Daniel y al cabreo que me había
provocado el día de la compra del vestido.
Ahí estaba tumbada en la camilla cuando entró la
esteticista.
- ¿Preparada?
- ¿Duele mucho con cera? Ya sabes, en las partes...
- No te preocupes, relájate.
Vaya, parece que la palabra del día era
"relájate". ¿Cuántas veces la había oído ya?
Llegó a mis partes íntimas y empezó a aplicar la cera. No
me van las tías para nada, soy cien por cien heterosexual, pero según estaba
esparciendo la cera, creo que me estaba empezando a excitar. Debía de ser
porque desde que acepté lo de la discoteca, Daniel no me había hecho el amor,
si bien aprovechaba cualquier excusa para sobarme. Creo que era una estrategia
para que llegara a esta noche con las hormonas revolucionadas. ¡Y ahí estaba la
demostración de que lo había conseguido!
- ¡Ayyy! - adiós excitación, eso había dolido.
Dios, lo que hacemos las mujeres para estar guapas para
los hombres. En realidad no sé por qué estaba haciendo esto. Bajo ninguna
circunstancia llegaría hoy tan lejos. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Tenía que dejárselo
claro a Daniel, para que tuviera las expectativas nítidas.
- Ahora el culito. ¡Ponte de rodillas en la camilla por
favor!
- ¿Él culito también?
- Sí, es lo que se suele hacer. Relájate, no te
preocupes.
Y así acabé en una posición un tanto humillante: en la camilla con el culo en pompa, con una mujer tocándome el ano y con mi cuerpo generando un mar de sensaciones contradictorias que oscilaban entre el dolor de la depilación y la excitación porque una desconocida me estaba tocando mis partes íntimas, mientras que no paraba de pensar en lo que había decidido que no ocurriría esta noche.
INTERESANTR
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